28 January, 2010

Teatro nocturno


Faroles en la esquina, mero escenario, puesto todo en las disposiciones más extrañas que pueda haber en este teatro absurdo. No le podemos pedir más a la mala directora de teatro que es esta ciudad dormida, perdón: olvidé que no puede dormir.
Porque de insomnio se asquea esta ciudad fecal, estos adoquines infectados de malas historias y recuerdos borrosos de una vieja y buena bohemia porteña, de borracheras ardientes en cielos difíciles de explicar, con ángeles depravados de intenciones celestiales, pero cuerpos sinuosos, extenuados, golpeados por el devenir de los años.
Claro, el tercer acto no era como me lo imaginaba, no me imaginaba que me tocaría caer en el abismo, a morir en el escenario, a cambiar la careta, por una más sincera. Ya no tenía el maquillaje puesto, ni el vestuario era el más acorde a la música de los violines, ya nada me parecía correcto, ya no me sentía acorde al acorde del agudo instrumento. Aun así me levanté del taburete del bar y me dispuse a actuar: era lo único que sabía hacer.
Las luces, los faroles, el escenario, todo estaba dispuesto como la directora quería. Sólo faltábamos los andróginos actores que habitamos los cerros hace eones, que bajamos de las montañas y nos convertimos en las piezas del juego más dulce y macabro, luego de unas incesantes sesiones de placer y tortura cada noche, cada día, cada hora, en cada callejos de la urbe que da la cara hacia el vacío, evitando ser testigo de los magros intentos de caridad que nacían de nuestros cuerpos.
Porque los ensayos habían sido fatales. No había terciopelo en los basurales donde el destino puso su mirada en aquella protagonista, que sin ser mujer ni ménade en celo fue obligada a llorar y comer los desechos humanos que los desconocidos pasantes dejaban como llagas en su pelo, en su cuerpo, en sus brazos, en sus piernas, en su alma.
Pero el show debía continuar y eso lo sabíamos bien.
El maquillaje corrido, el vestuario roto, las líneas olvidadas. Reemplazadas por la improvisación más bella que nos salía del alma, que de puro verso y desgarro se pudo meter en nuestras pesadillas. Al fin estábamos actuando, haciendo vidas y amores de mentiras en un océano de gente que nos creía sinceros, pero no lo éramos, carajo, sólo éramos lo que quedó de los días pasados, aquellos que no estoy seguro si fueron mejores, ya que allí es donde fueron heridas las cicatrices que ahora lamemos descalzos, en escena.
El telón cae, los faroles dispuestos de manera absurda por la directora macabra, esta urbe indolente que pretende que finjamos ser de papel, cuando en realidad nunca estuvimos actuando.